Los últimos días de Federico García Lorca
El testimonio de Angelina
Triunfo. 17/05/1973. Pág. 27-28. Párrafos 34.
Los últimos días de Federico García Lorca
EL TESTIMONIO DE ANGELINA
«Yo me pregunto muchas veces por qué harían tal cosa con este hombre. El
señorito no podía hacer mal a nadie. El se pasaba todo el día escribiendo».
EL señorito Federico estaba solo en una habitación del Gobierno Civil. Casi no
podía hablar con él, porque yo también tenía mucho miedo. Había un hombre armado
que nos vigilaba. El primer día, nada más verme, me dijo el señorito Federico:
«Angelina, ¿por qué ha venido usted?». Yo le dije: «Su madre me ha mandado,
señorito». Y me contestó: «Pero no tenía que haber venido».
(Doña Angelina Cordobilla González fue el último enlace que Federico García
Lorca tuvo con su familia durante los dos días y medio que permaneció detenido
en el Gobierno Civil de Granada. Las primeras declaraciones de Angelina nos las
ofrece lan Gibson en su obra «La represión nacionalista de Granada en 1936 y la
muerte de Federico Garcia Lorca». José Luis Vila San-Juan´, sin embargo, aunque
hace mención en su reciente obra sobre el testimonio de Angelina no le concede
mucha importancia. Hemos encontrado a Angelina en su nueva residencia de
Maracena (Granada). La que fuera criada de don Manuel Fernández Montesinos —
alcalde socialista de Granada, casado con Conchita García Lorca— tiene noventa
años. Es una anciana adorable que habla, cose y, sobre todo, recuerda los días
más decisivos de su vida de forma increíble para su edad. Angelina que hoy cuida
pollitos para recreo de su bisnieto nos ha hablado durante dos días de sus
recuerdos.)
—Yo no estaba sirviendo en casa de los García Lorca, sino con don Manuel
Fernández Montesinos, cuñado de Federico. Mi hermana también trabajaba en
aquella casa. Durante el mes que Manuel estuvo en la cárcel, antes de ser
fusilado, yo le llevaba todos los días la comida desde la calle de San Antón.
Con don Manuel no podía hablar ni verle. Solamente le dejaba el cesto con la
comida. Al final conseguí que me dieran su reloj. El mismo día que fusilaron a
don Manuel, el dieciséis de agosto de mil novecientos treinta y seis, detuvieron
al señorito Federico en casa de los Rosales. Aquellos días pasamos un
calvario...
La señorita Conchita se quedó con tres niños pequeños: Vicente, Manolo y
Conchita. Sus padres se vinieron a vivir e.»os días de la huerta de San Vicente,
a la calle de San Antón, a casa de don Manuel, donde un padre capuchino vino a
darnos la noticia de la muerte de Fernández Montesinos. A Conchita, para que no
estuviera presente, la habían llevado con sus hijos a la huerta de su tío
(huerta de San Francisco ).
-¿...?
—Sí. Yo no tenía ninguna obligación. Don Federico (padre) tenía dos criadas.
Pero encontraron confianza en mí para que fuera al Gobierno Civil.
«No quería comer»
—Unos días antes de todo esto, unos hombres habían venido a la casería (huerta
de San Vicente) en busca del casero y de su hermano. Pasamos unos momentos muy
desagradables... Maltrataron a los caseros delante de todos nosotros. Al
señorito Federico le dieron un culatazo y le llamaron barbaridades. Dos hombres
registraron la casa. Cuando me vieron junto a la cuna de la niña (Conchita, hija
de F. Montesinos), uno de ellos dijo que se «quedaba con "regomello" de irse sin
registrar la cuna. Entonces yo levanté a la niña y le dije que no sintiera
«regomello», porque allí no había nada, que en aquella casa no había armas que
guardar. Así es que antes de que al señorito Federico se lo llevaron a casa de
los Rosales, ya habíamos pasado...
-¿-?
—El día diecisiete, por la mañana, fui al Gobierno Civil a llevarle la comida al
señorito Federico. Llevaba las cosas en un cesto. Solamente un termo con leche,
una tortilla, un peacico de pan, tabaco y unos pañuelos. En la calle Duquesa
tenía que hacer cola antes de entrar al Gobierno. Pregunté por el señorito
Federico, y después de insistir me hicieron subir unas escaleras. Todo estaba
muy vigilado, con hombres armados, como en guerra que estábamos. Me revisaron
hasta la tortilla que llevaba.
El señorito no quería comer. Un hombre recuerdo que me dijo: «¡Qué lástima de
hijo, qué lástima de padre!». Yo le ponía las cosas encima de la mesa. Lo único
que había era eso: una mesa, un tintero, papel y una pluma. Federico no
escribía. Ni tenía ganas de comer. Estaba muy bien vestido, con un traje
flamante.
AI tercer día (Angelina, aunque no pierde ni un momento el hilo de la
conversación, a veces se detiene a propósito para decir que no le gusta recordar
y, sobre todo, se siente con miedo.)
-«:...?
—Fui durante dos días: el diecisiete y el dieciocho. Al tercer día, cuando iba
de nuevo a llevarle el cesto al señorito Federico, un hombre me paró para
decirme: «Al que usted va a llevar eso ya no está allí». Yo no sabía quién era
ese hombre.
«Cuando llegué de nuevo al Gobierno Civil (en la mañana del día diecinueve) y
pregunté, me dijeron: «García Lorca ya no está aquí». Pero subí a la habitación
para recoger el termo y la servilleta que había llevado el día anterior. El
señorito no había comido.
Allí no me dijeron dónde podía estar. Les dije si podría encontrarse en la
cárcel. Y en vista de que no me decían nada, me fui a campo través para subir a la cárcel. Ese camino lo conocía bien, porque lo había andado todos los días
durante un mes.
Triunfo Pag. 27
Antonio Ramos Espejo
«Cuando llegué a la cárcel, volví a preguntar. «Aquí no está. Como no sea que
esté en celda...». No me dieron razón en ese momento, sino al día siguiente. Me
dijeron que por allí no había pasado Federico García Lorca. Entonces me
figuré... (Según las versiones de Couffon y Gibson y la de Vila San-Juan,
Federico García Lorca debió salir camino de Víznar o bien la noche del 18 al 19
de agosto, o la del 19 al 20. Gibson recoge un párrafo de la partida de
defunción del poeta granadino, redactada en 1940: «...falleció en el mes de
agosto de 1936, a consecuencia de heridas producidas por hecho -de guerra,
siendo encontrado su cadáver el día veinte (sic) del mismo mes en la carretera
de Víznar a Alfacar». Este documento, que ha servido ahora para ilustrar la
portada y contraportada de «García Lorca, asesinado: Toda la verdad», de Vila
San-Juan, se encuentra en el Juzgado número 1 de Granada.)
«Hacía el bien»
—Yo me pregunto muchas veces —dice Angelina— por qué harían tal cosa con este
hombre. El señorito Federico no podía hacer mal a nadie. El se pasaba todo el
día escribiendo. Ese verano vino a Granada porque su padre quería que pasara
unos días con» la familia, ya que casi nunca estaba con ellos. Y el señorito se
vino a pasar el día de San Federico.
Yo no puedo hablar de ellos más que bien. Porque esa familia, lo mismo que la de
don Manuel
F. Montesinos, era muy buena y cristiana. Porque yo creo que se puede ser de
izquierdas y también ser una persona muy cristiana. De ellos no tengo más que
buenos recuerdos. De gente que hacía el bien.
Cuando murió mi marido, don Federico (padre) me dio siete mil pesetas para que
le diera sepultura y sacara mi casa adelante. Yo le dije que ese dinero me lo
descontara poco a poco de mi sueldo. Pero me dijo que no, que ese dinero era
para mi casa, y el sueldo, aparte.
Los frutos que se recogían en la huerta de San Vicente eran muchas veces para
los pobres. Me acuerdo que una vez, don Federico le dijo a un hombre que vendía
botijas que se quedara con las higueras para vender las brevas. Y de patatas,
cuánta gente ha salido con los cestos llenos. Otra vez, el señorito Federico le
dijo a su padre: «¿Qué podemos hacer nosotros con ese dinero que nos da la
huerta?». Porque el señorito disfrutaba con dar todo lo que allí se criaba a la
gente que no tenía.
«La, «asía, de las alegrías» (Angelina se entretiene repasando el libro
biográfico de José Luis Cano sobre Federico García Lorca. Y viendo las
fotografías, recuerda también los buenos ratos pasados con aquella familia.)—Aquellas dos muertes tan seguidas, la de don Manuel y la del señorito Federico,
acabaron con la familia. Era la casa de las alegrías, y terminó... El padre,
¡pobre!, se puso tan malo... No me gusta recordar tanta cosa. ¿Usted cree que me
pasará algo?
—-Han pasado muchos años —le digo.
—Usted cumplió con su deber, madre. Usted trabajaba. Llevar la comida a un preso
no es ningún delito
—le dice su hija Antonia.
—Eso digo yo. No he hecho mal a nadie.
—En todo caso, hizo una obra de caridad.
—Yo sufrí mucho. Fui al Gobierno Civil porque me lo dijo doña Vicenta y además
porque esta familia es como de mi sangre. Yo sufrí mucho. Se me agarró un dolor
de madre... ¿Sabe usted lo que es un dolor de madre ?
—No, no...
—Es un pellizco que se agarra en el estómago. Dolor de vientre,
descomposición... Así estuve muchos días después, de tanto pasar. Y así se puso
don Federico. ¡Qué lástima de familia! Desde entonces, aquellas cosas me han
quitado muchas noches el sueño. Cuando veo la televisión, que me gusta mucho, me
entra también dolor de madre cada vez que veo una pistola, a un hombre disparar
contra otro. Una guerra es una cosa que no se olvida, y más cuando le toca a una
tan de cerca.
«Muerto el perro...»
—Yo he sufrido mucho. Por aquellos días, mi marido trabajaba en el hospital de
San Lázaro y además estaba enfermo. Después de morir don Manuel Fernández
Montesinos y el señorito Federico, despidieron a mi marido. «Muerto el perro, se
acabó la rabia», le dijeron, y quedó en la calle. Pero teníamos otra
recomendación para que entrara de nuevo. Y, sin embargo, la rompimos delante de
las narices del
director del hospital, porque ya le que no queríamos nosotros era verle ni estar
allí. Al poco tiempo murió mi marido. (Recuerdos que ya son Historia. Ahora,
Angelina vive con los suyos. No recibe nada de nadie.
«He pagado hasta los sellos que hacía falta para cobrar la vejez, pero no he
conseguido que me den la paga».)
—Cuando al señorito Federico se lo llevaron a casa de los Rosales, nosotros nos
fuimos a la calle de San Antón, a casa de Conchita, Ese mismo día, el dieciséis,
murió don Manuel. A nosotros nos habían dicho que por nada del mundo dijéramos
dónde había ido el señorito Federico. A mí me preguntaron. Y como yo sabía que
sólo se lo podía decir a Dios, y a Dios lo conozco nada más que por los papeles,
pues no lo dije. Pero amenazaron con matar a los padres de Federico si no se
decía, y entonces alguien...
Así pasaron las cosas... Y de todo, me dio tanta pena que ios de Conchita. Yo
los había visto nacer. Cuando sentíamos un bombardeo, ellos se metían debajo del
piano.
«Después de la guerra no los he vuelto a ver. Solamente vi a Manolo hace unos
años. Vino a verme cuando yo vivía en la Virgen-cica. En seguida le pregunté si
llevaba el reloj de su padre: «Mírelo...», me dijo. Ya se puede imaginar lo que
yo sentí. Ellos tuvieron que marcharse y yo continué mi vida con los míos.
«El corazón helado»
En su casa de Maracena, Angelina dice que pasa los días en su calvario: con un
rosario de cuentas de huesos de olivas, estampas y santos de escayola. Cose,
reza y cuida las macetas. De vez en cuando, con más frecuencia de lo que ella
quisiera, piensa en el 36.)
—Yo lo he dicho muchas veces, como decía también el cónsul inglés: «Ese talento
había que reservarlo».
Federico no hacía más que escribir y escribir de sus cosas. Cuando venía a la
huerta de San Vicente, se encerraba en su habitación, que llamaba «la barraca».
El mismo había dicho que hicieran la azotea de la casa. Desde allí se veía el
peñón de la Mata y Sierra Nevada. Y en sus ratos libres nos enseñaba a cantar
coplas, como «De los cuatro muleros» o «Hacia Roma caminan/dos peregrinos/a que
los case el Papa/porque son primos». (Recita la copla con el corazón helado. A
Angelina le ocurrió también, como a tantos españoles, sufrir con los versos de
Antonio Machado: «Una de las dos Españas ha de helarte el corazón».)
GARCÍA LORCA