LA CASA DEL CARNERO
Erase que se era, lector amable, y va de cuento, una noche más oscura que clara, del mes de Noviembre del año de 1742.
Granada, como todas las ciudades de España por aquellos tiempos, tenía la costumbre de que sus moradores se recogiesen temprano, pues no existían, no sé si por desgracia ó por fortuna, casinos y teatros, y reuniones que acabasen con la madrugada. Se encontraban, como desde los primeros tiempos, casas de pecado, mancebías y garitos, que el mundo siempre fué mundo, y la especie humana frágil y maleante. Pero se evitaba el escándalo, las rondas y los alguaciles no sosegaban en su persecución, é ibamos viviendo, salvo alguno que otro garrotazo al re volver de una esquina, ó el nada apacible grito de “muerto soy” que resonaba en algún oscuro paraje; á el que siempre sucedía el no menos terrorífico de “favor á la justicia.”
Por eso, chocaba al vecindario que se oyese ruido en cualquiera vivienda después del toque de ánimas, y que el resplandor de una luz franquease las rendijas de las ventanas.
Y no era el reflejo de una luz, sino el de muchas más, el que se notaba salir de la gran reja de un antiguo edificio situado en la callejuela sombría que desemboca en la placeta de la Concepción. De vez en cuando reprimidos sollozos se escuchaban, y ese rumor que se produce por distintas conversaciones en voz baja.
Tratábase de un velatorio. Había fallecido el dueño de la casa, desgraciadamente sin confesión, motivado por un repentino accidente, y esto era el tema obligado de los diálogos, y sobre todo el de la filípica que el padre lector del cercano convento de la Victoria, enderezada á los oyentes, con su añadidura de diablos en perspectiva, y de necesidad de un fuerte exorcismo para que los malos desalojasen la habitación y el cuerpo del difunto.
Así es, que el miedo se había apoderado de los ánimos, especialmente de las mujeres, que ya se figuraban ir en andas con Lucifer, aunque algunas por tal de acompañarse con varón, dieran por bien empleado el sucedido.
-Consuélese usted, señora Marta, decía otra viuda añeja, á la de pocas horas antes. Nuestras oraciones lograrán el eterno descanso del alma de D. Restituto.
-Nunca se me quitará la pena de no haber visto entrar por estos humildes umbrales al Santo Viático para mi esposo. Cuánto me aflije Su Divina Majestad.
-Nuestros pecados, nuestros delitos, añadía el fraile, con voz extentórea. Ya se lo dije en distintas ocasiones á su cónyuge. Es necesario tener muy limpia la conciencia, porque la muerte llega sin avisar, y su cuello corto, y constitución apoplética daban seguro indicio. Pero ya impetraremos el perdón del Ser Supremo, con trescientas misas que se aplicarán por el eterno descanso de su alma.
-Las que fueren necesarias, P. Francisco, aunque tenga que vender los zarcillos de lazo que me regaló cuando la boda.
-Como sabe que el platero es su compadre y se los devolverá enseguida, por eso viene tan mística la de los lutos, murmuró la mujer de un alférez de los tercios al oído de otra militara, que se sonrió al escucharla.
-Pues si se murió por tener el cuello grueso, lo que es el buen Padre, no llega ni al amanecer, dijo una descarada mozuela por lo bajo á otra jóven muy linda que aparentaba llorar tapándose con el abanico.
-Si la mandadera dice que la causa de su enfermedad, fué beberse de un solo trago una botella de aguardiente de guindas que parecía una tinaja. ¡El pescuezo qué tiene que ver en estos entrecijos!. Pues á morrillo y á gordinflón, pocos habrá que le ganen al presente.
-Julianita, decía un caballerito como un espárrago á otra damisela sentada á su lado, deja caer el pañuelo y al recogerlo alargaré una carta.
-Jesús, no me atrevo, qué mamá está con cien ojos. Pero antes de la última palabra ya estaba el lienzo en el esterado.
-Niña, vente aquí orilla, le dijo la mamá que se había apercibido de la maniobra.
-Á buena hora mangas verdes, añadió para si, el abogado D. Lucas, que era muy visita de la casa.
Juliana se puso en pié para obedecer la órden, pero tuvo la desgracia de tropezar con las piernas de una señora que se había quedado dormida, cuyos ronquidos achacaban á sollozos, y rodó cuan larga era por los suelos.
La carcajada fué universal. En los duelos, mientras más serios y cariacontecidos están los concurrentes, el menor detalle basta para dar suelta á la hilaridad que estaba contenida.
Por fin, se restableció la calma, no sin que durasen un buen cuarto de hora los comentarios, amén de un par de pellizcos que la autora de sus días, propinó á la desgraciada.
El fraile levantó el campo rezando unas oraciones, cuando el chisporrotear de la cera en la vecina habitación avisó de que necesitaban despavilarse las velas.
Era costumbre antigua en los pésames recogerse en la sala principal, dejando al muerto en otra habitación cercana, con cuatro ú ocho luces, sin más compañía que el criado ó muchacho encargado de atizarlas. Este, que era un zagalón medio simple, se había dormido, y cuando le despertaron se levantó tan soliviantado que echó á rodar los candeleros, dando el más espantoso grito. Ni un rayo que hubiese caído en la tertulia, produjera más confusión ni mayor espanto. Ninguno encontraba la puerta para huir, en la creencia de que el difunto resucitaba, ó se lo llevaban los enemigos; todo eran gritos y ahora verdaderos sollozos, distinguiéndose la viuda que agarrrada del platero, tiritaba como un calenturiento. El fraile se había refugiado en la despensa, los novios en el comedor, y las militaras en la alcoba.
Por fin se restableció el órden después de nuevas carreras, fueron asomándose de puntillas á los umbrales del cuarto mortuorio, y así que se convencieron de que no daba acuerdo de su persona, se retiraron, no sin haberse sorbido antes sendas tazas de tila y de calaguala, que fueron de chocolate para el padre lector y el sexo barbudo, por aquello de que los duelos con pan son menos, cuando ya el lucero que avisa la hora de las migas á los pastores, asomaba en el firmamento, y causando algún escándalo en las rondas de pan y huevo, encontrar tan caracterizadas personas en las calles.
II.
Transcurrió una Noche-buena después de los sucesos referidos, y la Sra. Marta pasó á segundas nupcias con el artífice, yéndose á vivir á una tienda en la Alcaicería. ¿Qué motivara el repentino cambio de domicilio? Pues tuvo muy fácil explicación. El público, desde la noche del velatorio miraba con prevención aquella morada, en la creencia de que el espíritu del difunto andaba trasteando por los rincones. Aumentaban las habladurías las sirvientas, regañábales la dueña que se burlaba de semejantes preocupaciones, y que no temiendo en vida al esposo, era lógico no asustarse de él cuando muerto.
Pero una tarde, á las tres semanas de contraido el segundo matrimonio, á Marta le ocurrió entretenerse en regar las macetas colocadas en el patio. Bajó diligente, y de la carbonera entreabierta vió salir un precioso borrego con los cuernos de oro. Apenas daba crédito á sus ojos ante la presencia del animalillo, que después de ponérsele delante como interceptándole el camino, tomó carrera y le arrimó tan fuerte topetada en las nalgas que cayó á lo largo en los escalones. Desde aquel punto y hora no sosegó la viuda en cambiar de domicilio, pues aunque el platero hizo minucioso registro en todos los ángulos, no halló ni señales del lanudo duende, sino un cardenal, y no romano, en las carnes de su nueva cónyuge.
De público se atribuyó el suceso á venganza marital, afirmando muchas hembras, que el espectáculo de un esposo convertido en carnero no era ninguna obra nueva, ni materia para medidas tan radicales.
Sola se quedó la casa, hasta que adoptaron la receta de dedicarla para albergue de vecinos. Alquilaron hasta los últimos rincones; pero siempre en el aniversario ocurría que tenía los ánimos en espectación, y creciendo de pública voz y fama la pésima reputación del edificio.
Hace bastantes años, que un maestro barbero y sangrador, como se titulaba, de nombre Aguilar, habitaba en ella. No era el buen rapista de los asustadizos ni dengosos, antes bien, lo mismo asistía á ver una ejecución de seis ó siete malhechores, que á llevar un cirio en las procesiones de la parroquia. Aunque algunas veces me burlaba más de lo justo de su frac de color indefinible, y de su peluca de desiguales tintas, pues era el sujeto petimetre en el vestir, y amante de las hijas de Eva, no por eso dejábamos de compartir amigablemente, y escuchar yo con paciencia sus largas disertaciones sobre la valía de los tiempos antiguos, y de las excelencias de la Inquisición que quemaba, y del real Acuerdo, que mandaba engarrotar por docenas todos los domingos. Sabía mi afición á las leyendas, y á los cuentos maravillosos que acaecieran en lo que antes formaba la ciudad antigua, ó sea el Albaicín y sus comarcanos, y una mañana que nos encontramos solos, preguntándole sobre la certeza de los espantos que se achacaban á su vivienda, me dijo:
-Yo por mi parte soy como Santo Tomás, ver y creer; porque los ruidos que escucho á media noche tanto pueden ser de espíritus foletos, como de ratas hambrientas ó de gatos enamorados. Pero lo que sí puedo decirle es la relación siguiente, en que fue protagonista Claudia Jiménez, prima segunda de mi primera esposa.
“Era mi parienta mujer de un rastillador de cáñamo, tan enemigo de trabajar como de beberse un azumbre de vino de las caserías. Afirmaba que el no doblar la raspa consistía en que le dañaba el pecho el polvillo que levantaba la hilaza; y para cuyo remedio el sorbo era el único y exclusivo antídoto. Así es, que andaba la procesión de las ánimas por los estómagos, y la correa de sujetarse las pretinas, por todo el cuerpo de la desgraciada Claudia, cada vez que esta hablaba de su necesidad de jornales y del mantenimiento de la prole. Dios la había criado tan fecunda que diera á luz ocho hijos, con su correspondiente apéndice de gemelos. En una ocasión en que los golpes superaron al hambre, que es cuanto hay que decir, la mujer se hartó, y como era chata, y á las de poca nariz dicen que las tienta siete veces al día el diablo, sin duda se encomendará á la majestad caida, para salir de la triste situación en que se encontraba. No lo escuché nunca de sus labios, pero como se alborotó el cotarro con lo que allí acontecía, claro es, que Satanás tuvo que ser el principal actor de la comedia.
Si hay miedo es porque existe un tesoro, se dijo la mujer; pues en hallarlo consiste mi salvación. Desde entonces, á horas desusadas y aprovechando noches tormentosas y días de interminable lluvia, bajaba en la soledad al lavadero, que era una pieza lóbrega, oscura y triste y en más apartado rincón del edificio. Si en él llamo, como vulgarmente se dice, “al diablo con dos tejas” no pobré [sic] afirmarlo ni contradecirlo; material había de un colgadizo que se hundiera, y ella capaz de cualquier desaguisado con tal de satisfacer el apetito y cubrir la desnudez de sus vástagos.
Lo que contaba, era que en una ocasión que una fuerte tormenta descargaba por la Ciudad, por la parte del río Darro, al brillar un terrible relámpago, escuchó unos gritos indefinibles dentro de la pared donde estaban los cauchiles. Gozosa por esperar el desenlace del misterio, puso atento el oído, y hasta tres veces escuchó los mismos sones, el último más lejano y apagado. Iba á perder la esperanza, cuando notó en el suelo una cosa que se movía. Fijó la vista, y era un ovillo de hilo que rodaba vertiginosamente, sin descubrirse quién le daba tan fuerte impulso. Ánimosa ante un objeto tan poco temible, quiso sujetar la hebra, pero siempre se le iba de las manos. Por fin pudo coger el cabo, y desliándose la condujo á un oscuro sótano lindando á una destartalada cochera, donde de pronto brilló una luz, y á sus reflejos pudo descubrir el pacífico rumiante de los dorados cuernos, que lanzó un triste berrido, hundiéndose en el piso como por escotillón, sin que quedaran después señales visibles de ninguna clase de agujero.
Réfiere que ya asustada se encerró en su cuarto, y que siempre que bajaba al pilón, una luz se encendía sola, recorría las cuatro esquinas del lavadero y después se apagaba instantaneamente.
Lo cierto es, añadió Aguilar, que la parienta se mudó á poco, y algo más que la iluminación encontraría, porque los percales cubrieron sus miembros, y los de la prole, y hubo hasta capa de paño de Ohanes, para el consorte, amén de traje interior completo, como si lo hubiese equipado el arzobispo.”
III.
Tal es la tradición de la Casa del Carnero, en la callejuela así denominada. Si no os contentais con mi dicho y sois curiosos, subid una noche oscura el tercio empedrado de la cuesta de Santa Inés, torced á mano derecha, entrando en el sombrío trayecto. Al llegar á su comedio, descubrireis una gran puerta cochera ruinosa y desvencijada, que se abre á una plazoleta, á la que dá el tragaluz del edificio mencionado.
Si vuestro valor os lo permite, deteneos un poco apoyados contra las elevadas paredes del convento, y tal vez, como á mi ha sucedido, escucheis un lamentable grito, luego aparecerse un fuego fátuo, una lucecilla fosfórica que se enciende, que se apaga, que vuelve á iluminar, y que últimamente desaparece. Después, si las piernas siguen firmes, estiradlas en busca del átrio de la Concepción, donde yo me refugié para convencerme de si era sueño o realidad lo que me ocurría.
En cuanto al Carnero, no lo conozco, gracias al Señor; pero si medito que en todas épocas y circunstancias, la transformación de los maridos hasta en las leyendas, se hace desgraciadamente en animales de cuatro orejas.
Afán de Ribera, Antonio J. Tradiciones, leyendas y cuentos granadinos, Madrid: Tip. De los huérfanos, 1885